Desmemoria
El envejecimiento natural, con independencia de alguna causa patológica, conlleva siempre una serie de cambios morfológicos y fisiológicos a nivel corporal y, por supuesto, el cerebro no es ajeno a este fenómeno. Por tanto, el complejo mundo de la memoria, expresión de una de las funciones cerebrales más importantes, se resiente también con el transcurrir de los años.
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Leoncio Bento Bravo
Parece ser que es la memoria reciente la que se debilita en primer lugar y, paulatinamente, el hecho se va haciendo cada vez más ostensible, permaneciendo menos alterada la memoria antigua. Es evidente que esto no ocurre de forma generalizada y tampoco hay una edad determinada para su comienzo. Me llama la atención, escuchar algunos coetáneos comentar estos episodios con mucha preocupación, como si los padecieran ellos solos o, lo que es peor, porque piensan que es el inicio de alguna enfermedad degenerativa, algo preocupante por su frecuente presentación hoy en día. Cuando les haces ver que el problema es un mal general a cierta edad, les embarga una gran tranquilidad, pues ya se sabe “mal de muchos consuelo de todos ”. Y esto viene a cuento, al constatar, una vez más, lo bien que lo hace la sabia naturaleza. Realmente, no es tan importante el que se nos olviden las llaves, la cartera, el móvil, el nombre de un conocido o el encargo que nos haya hecho la mujer; mucho peor sería la desmemoria de los pasajes de la infancia y juventud, periodos de la vida, sin duda, más placenteros y felices. Es como si el rincón del cerebro donde permanecen guardados estos eventos, se blindara para continuar su disfrute hasta el final de la vida.
Recuerdo con agrado varios episodios de mi niñez y primera juventud. Viví esta etapa de la vida en Agulo, en una época de múltiples carencias, lo que obligaba a un estímulo permanente de la imaginación para poder ocupar todo el tiempo de ocio disponible, que era mucho. Ante la ausencia de medios de comunicación, todo el entretenimiento, después del horario escolar, se reducía a los diversos juegos al aire libre, los libros de aventuras y las múltiples historietas de la época, permanentemente intercambiadas entre los amigos. Pero al llegar la noche, después de la cena, esperábamos con ansiedad lo más placentero del día: las tertulias familiares y vecinales. En estas, la voz de los mayores se hacía muy patente y, haciendo gala de una prodigiosa memoria del pasado, eran ellos los encargados de transmitir historias y cuentos múltiples de brujas y fantasmas, de aventuras de guerras y emigrantes, de episodios diversos que embelesaban a la audiencia joven. Se repetían una y otra vez estas narraciones que siempre nos hipnotizaban como si fuese la primera vez que las escuchábamos. Pero también transmitían valores esenciales, como el respeto mutuo, el valor de la palabra dada y el compromiso con la misma, la honorabilidad, la honestidad, la honradez, valores todos de una gran trascendencia educativa. También hacían gala de un rico refranero, “te doy mi palabra de honor”, “lo que digo va a misa”, “palabra dada, palabra sagrada”, y tantos otros que intercalaban con frecuencia en estas amenas y repetidas conversaciones.
Y saco a relucir estos recuerdos para establecer una comparativa con lo que está ocurriendo en nuestra actualidad sociopolítica, en referencia a estos valores reseñados. Asistimos impávidos e indiferentes, sin que nos sorprenda, a un importante deterioro de los mismos. La desmemoria intencionada nos invade. Contemplamos atónitos la pérdida de valor de la palabra dada, lo cual quiere decir que vivimos en una burbuja peligrosa de mentiras, que ponen en juego la credibilidad y el respeto de la persona. La palabra ya no tiene la importancia que se le suponía en personas con una gran influencia social. Se miente impunemente, con descaro, sin ruborizarse y sin apenas consecuencias, y todo en una época donde la profusión de medios audiovisuales y escritos es infinita, lo cual hace imposible escapar de ese gran espejo de las hemerotecas, que rebota permanentemente los hechos.
Entristece ver a quienes hacen promesas públicas, retratándose ante multitud de personas y de medios, cómo sin cumplir lo prometido y sin ninguna consecuencia, se siguen paseando por la vida, incluso, manteniendo y representando cuotas de influencia y de poder. Es decir, que vivir unidos a la mentira no tiene apenas repercusión.
La pregunta que nos hacemos es qué pasa en los receptores de la información cuando comprueban la desmemoria, la deslealtad de la palabra y el poco compromiso con la misma. La realidad es que una mayoría hacen oídos sordos y algunos hasta lo aplauden. Desde ningún punto de vista esto es tolerable, y empieza a ser preocupante que no haya una clara línea de separación entre la verdad, la mentira y la honorabilidad. Indudablemente, es de suponer que, más pronto que tarde, estos hechos tendrán consecuencias en el comportamiento de las futuras generaciones. De verdad, que no sería mala cosa el hacérnoslo mirar.
L.Bento
Leoncio Bento Bravo
Parece ser que es la memoria reciente la que se debilita en primer lugar y, paulatinamente, el hecho se va haciendo cada vez más ostensible, permaneciendo menos alterada la memoria antigua. Es evidente que esto no ocurre de forma generalizada y tampoco hay una edad determinada para su comienzo. Me llama la atención, escuchar algunos coetáneos comentar estos episodios con mucha preocupación, como si los padecieran ellos solos o, lo que es peor, porque piensan que es el inicio de alguna enfermedad degenerativa, algo preocupante por su frecuente presentación hoy en día. Cuando les haces ver que el problema es un mal general a cierta edad, les embarga una gran tranquilidad, pues ya se sabe “mal de muchos consuelo de todos ”. Y esto viene a cuento, al constatar, una vez más, lo bien que lo hace la sabia naturaleza. Realmente, no es tan importante el que se nos olviden las llaves, la cartera, el móvil, el nombre de un conocido o el encargo que nos haya hecho la mujer; mucho peor sería la desmemoria de los pasajes de la infancia y juventud, periodos de la vida, sin duda, más placenteros y felices. Es como si el rincón del cerebro donde permanecen guardados estos eventos, se blindara para continuar su disfrute hasta el final de la vida.
Recuerdo con agrado varios episodios de mi niñez y primera juventud. Viví esta etapa de la vida en Agulo, en una época de múltiples carencias, lo que obligaba a un estímulo permanente de la imaginación para poder ocupar todo el tiempo de ocio disponible, que era mucho. Ante la ausencia de medios de comunicación, todo el entretenimiento, después del horario escolar, se reducía a los diversos juegos al aire libre, los libros de aventuras y las múltiples historietas de la época, permanentemente intercambiadas entre los amigos. Pero al llegar la noche, después de la cena, esperábamos con ansiedad lo más placentero del día: las tertulias familiares y vecinales. En estas, la voz de los mayores se hacía muy patente y, haciendo gala de una prodigiosa memoria del pasado, eran ellos los encargados de transmitir historias y cuentos múltiples de brujas y fantasmas, de aventuras de guerras y emigrantes, de episodios diversos que embelesaban a la audiencia joven. Se repetían una y otra vez estas narraciones que siempre nos hipnotizaban como si fuese la primera vez que las escuchábamos. Pero también transmitían valores esenciales, como el respeto mutuo, el valor de la palabra dada y el compromiso con la misma, la honorabilidad, la honestidad, la honradez, valores todos de una gran trascendencia educativa. También hacían gala de un rico refranero, “te doy mi palabra de honor”, “lo que digo va a misa”, “palabra dada, palabra sagrada”, y tantos otros que intercalaban con frecuencia en estas amenas y repetidas conversaciones.
Y saco a relucir estos recuerdos para establecer una comparativa con lo que está ocurriendo en nuestra actualidad sociopolítica, en referencia a estos valores reseñados. Asistimos impávidos e indiferentes, sin que nos sorprenda, a un importante deterioro de los mismos. La desmemoria intencionada nos invade. Contemplamos atónitos la pérdida de valor de la palabra dada, lo cual quiere decir que vivimos en una burbuja peligrosa de mentiras, que ponen en juego la credibilidad y el respeto de la persona. La palabra ya no tiene la importancia que se le suponía en personas con una gran influencia social. Se miente impunemente, con descaro, sin ruborizarse y sin apenas consecuencias, y todo en una época donde la profusión de medios audiovisuales y escritos es infinita, lo cual hace imposible escapar de ese gran espejo de las hemerotecas, que rebota permanentemente los hechos.
Entristece ver a quienes hacen promesas públicas, retratándose ante multitud de personas y de medios, cómo sin cumplir lo prometido y sin ninguna consecuencia, se siguen paseando por la vida, incluso, manteniendo y representando cuotas de influencia y de poder. Es decir, que vivir unidos a la mentira no tiene apenas repercusión.
La pregunta que nos hacemos es qué pasa en los receptores de la información cuando comprueban la desmemoria, la deslealtad de la palabra y el poco compromiso con la misma. La realidad es que una mayoría hacen oídos sordos y algunos hasta lo aplauden. Desde ningún punto de vista esto es tolerable, y empieza a ser preocupante que no haya una clara línea de separación entre la verdad, la mentira y la honorabilidad. Indudablemente, es de suponer que, más pronto que tarde, estos hechos tendrán consecuencias en el comportamiento de las futuras generaciones. De verdad, que no sería mala cosa el hacérnoslo mirar.
L.Bento
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