Tradiciones
Dentro de las muchas tradiciones que adornan el espectro sociológico de la isla, no cabe duda de que las relacionadas con el calendario de las celebraciones religiosas son, secularmente, de las más arraigadas en la población.
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Leoncio Bento Bravo
Una vez concluido el periodo estival, donde tiene lugar la mayoría de las festividades patronales de los pueblos y barrios, entramos en el melancólico otoño, la estación por antonomasia más triste del año, en la cual los días se acortan, el sol se esconde antes en el lejano horizonte, los árboles amarillean o se desnudan y la nostalgia aflora con más intensidad en el espíritu de las gentes. Pero, si algo caracteriza al otoñal noviembre es el rendir culto a Todos los Santos y los Difuntos que, al igual que en el conjunto de países del mundo de tradición cristiana, se celebra el uno y dos de este mes, efemérides vinculada a una serie de tradiciones ancestrales transmitidas de generación en generación.
No en todos los pueblos de la isla, esta festividad se celebraba de idéntica manera. Por ejemplo, en Agulo, el día uno dedicado a Todos los Santos, la tradición mandaba ir al cementerio, bien un día antes o el mismo día, y adornar las tumbas de los seres queridos con crisantemos, claveles, rosas o lo que, buenamente, cada uno podía conseguir, puesto que no se tenía entonces la posibilidad de comprar flores en una floristería. La estancia en el cementerio se limitaba al rezo de una oración y a compartir con los vecinos que coincidían en la misma misión, algunos comentarios para recordar a los ausentes. Raro eran las personas que permanecían todo el día acompañando a los familiares fallecidos y más raro todavía los que pasaban la noche al lado de sus muertos. El día dos, nominado como el Dia de los Difuntos, el sacristán, los monaguillos y algún que otro allegado, se juntaban en el coro para compartir tertulia, comer castañas y remudarse para doblar las campanas de forma ininterrumpida durante veinticuatro horas. Ese día, al Señor Cura se le acumulaba el trabajo, pues aparte de la misa de difuntos, eran muchos los vecinos que le encargaban, previo pago, un responso nominado. En las casas, como testigo permanente a los que ya no estaban, se encendía una vela, mejor si era de las que se hacían entonces artesanalmente con la cera extraída de los panales de las abejas y no de las que venían de afuera y se compraban en la tienda. Otra opción era colocar en un recipiente con aceite diversos algodones empapados en el mismo y ponerlos a arder. Algunos feligreses muy creyentes, acostumbraban también acudir a la iglesia a lo largo del día para sacar almas del purgatorio. El ritual consistía en entrar a la iglesia, sentarse en un banco y hacer una jaculatoria. Luego se salía a la plaza y se volvía a entrar. Por cada una de las salidas, el alma invocada previamente en la breve oración pasaba del purgatorio al cielo.
Desde el punto de vista gastronómico no existía un menú específico para estos eventos. Lo único típico era asar castañas en los castañeros fabricados por las rudas manos de las ceramistas del Cercado, en los braseros de tosca alimentados con el carbón vegetal que bajaban a vender al pueblo algunos vecinos de los barrios de Sobreagulo. Calentar el horno para hacer un amasijo de pan casero y degustar las viandas con los vinos nuevos recién terminados de fermentar y con el característico toque de azufre, formaban parte igualmente de la celebración.
Salvo cumplir con la visita al cementerio y llenar de flores la sepultura de los finados, poco o nada queda ya de estas antiguas tradiciones. Y no veo mal que este acervo del pasado, un tanto arcaico si se quiere, pase a mejor vida, ya que los ritos eclesiales siguen una tendencia de actualización permanente para ir adaptándolos a los nuevos tiempos. Lo lamentable es que alguna de estas tradiciones hayan desaparecido por la ausencia de masa crítica y por la desidia y el desinterés en mantenerlas de la mermante comunidad religiosa del pueblo.
Sin embargo, lo que sí me parece triste y hasta cierto punto sorprendente es la facilidad con la que se implantan otras tradiciones de países lejanos, que arrinconan las nuestras y acaban sustituyéndolas. Todo en consonancia con la labor de zapa que, día tras día y mañana tarde y noche, llevan a cabo la enorme profusión de medios audiovisuales que nos invaden.
Un ejemplo palmario de lo expresado, es la llegada a nuestro entorno del famoso Halloween americano, establecido definitivamente como el eje principal de la efeméride de los festejos actuales. En mis años de infancia y primera juventud, nunca escuché en el pueblo este anglicismo y mucho menos su significado. Tampoco vi las calabazas iluminadas en la puerta de entrada de las casa para ahuyentar los espíritus malignos, ni los imaginativos disfraces terroríficos de los niños y el típico truco o trato en las visitas a los vecinos. No tengo duda de que esta manera, pagana y carnavalesca, de celebrar estos señalados días, resulte más atractiva y divertida, sobre todo para los niños, que el ambiente serio, silencioso y cargado de miedo por su invocación permanente a la muerte, con el que lo vivíamos entonces. Pero, créanme si les digo que cada vez que llegan estas fechas y observo el panorama, una profunda nostalgia me acongoja y hace temblar mi corazón.
L. Bento
Leoncio Bento Bravo
Una vez concluido el periodo estival, donde tiene lugar la mayoría de las festividades patronales de los pueblos y barrios, entramos en el melancólico otoño, la estación por antonomasia más triste del año, en la cual los días se acortan, el sol se esconde antes en el lejano horizonte, los árboles amarillean o se desnudan y la nostalgia aflora con más intensidad en el espíritu de las gentes. Pero, si algo caracteriza al otoñal noviembre es el rendir culto a Todos los Santos y los Difuntos que, al igual que en el conjunto de países del mundo de tradición cristiana, se celebra el uno y dos de este mes, efemérides vinculada a una serie de tradiciones ancestrales transmitidas de generación en generación.
No en todos los pueblos de la isla, esta festividad se celebraba de idéntica manera. Por ejemplo, en Agulo, el día uno dedicado a Todos los Santos, la tradición mandaba ir al cementerio, bien un día antes o el mismo día, y adornar las tumbas de los seres queridos con crisantemos, claveles, rosas o lo que, buenamente, cada uno podía conseguir, puesto que no se tenía entonces la posibilidad de comprar flores en una floristería. La estancia en el cementerio se limitaba al rezo de una oración y a compartir con los vecinos que coincidían en la misma misión, algunos comentarios para recordar a los ausentes. Raro eran las personas que permanecían todo el día acompañando a los familiares fallecidos y más raro todavía los que pasaban la noche al lado de sus muertos. El día dos, nominado como el Dia de los Difuntos, el sacristán, los monaguillos y algún que otro allegado, se juntaban en el coro para compartir tertulia, comer castañas y remudarse para doblar las campanas de forma ininterrumpida durante veinticuatro horas. Ese día, al Señor Cura se le acumulaba el trabajo, pues aparte de la misa de difuntos, eran muchos los vecinos que le encargaban, previo pago, un responso nominado. En las casas, como testigo permanente a los que ya no estaban, se encendía una vela, mejor si era de las que se hacían entonces artesanalmente con la cera extraída de los panales de las abejas y no de las que venían de afuera y se compraban en la tienda. Otra opción era colocar en un recipiente con aceite diversos algodones empapados en el mismo y ponerlos a arder. Algunos feligreses muy creyentes, acostumbraban también acudir a la iglesia a lo largo del día para sacar almas del purgatorio. El ritual consistía en entrar a la iglesia, sentarse en un banco y hacer una jaculatoria. Luego se salía a la plaza y se volvía a entrar. Por cada una de las salidas, el alma invocada previamente en la breve oración pasaba del purgatorio al cielo.
Desde el punto de vista gastronómico no existía un menú específico para estos eventos. Lo único típico era asar castañas en los castañeros fabricados por las rudas manos de las ceramistas del Cercado, en los braseros de tosca alimentados con el carbón vegetal que bajaban a vender al pueblo algunos vecinos de los barrios de Sobreagulo. Calentar el horno para hacer un amasijo de pan casero y degustar las viandas con los vinos nuevos recién terminados de fermentar y con el característico toque de azufre, formaban parte igualmente de la celebración.
Salvo cumplir con la visita al cementerio y llenar de flores la sepultura de los finados, poco o nada queda ya de estas antiguas tradiciones. Y no veo mal que este acervo del pasado, un tanto arcaico si se quiere, pase a mejor vida, ya que los ritos eclesiales siguen una tendencia de actualización permanente para ir adaptándolos a los nuevos tiempos. Lo lamentable es que alguna de estas tradiciones hayan desaparecido por la ausencia de masa crítica y por la desidia y el desinterés en mantenerlas de la mermante comunidad religiosa del pueblo.
Sin embargo, lo que sí me parece triste y hasta cierto punto sorprendente es la facilidad con la que se implantan otras tradiciones de países lejanos, que arrinconan las nuestras y acaban sustituyéndolas. Todo en consonancia con la labor de zapa que, día tras día y mañana tarde y noche, llevan a cabo la enorme profusión de medios audiovisuales que nos invaden.
Un ejemplo palmario de lo expresado, es la llegada a nuestro entorno del famoso Halloween americano, establecido definitivamente como el eje principal de la efeméride de los festejos actuales. En mis años de infancia y primera juventud, nunca escuché en el pueblo este anglicismo y mucho menos su significado. Tampoco vi las calabazas iluminadas en la puerta de entrada de las casa para ahuyentar los espíritus malignos, ni los imaginativos disfraces terroríficos de los niños y el típico truco o trato en las visitas a los vecinos. No tengo duda de que esta manera, pagana y carnavalesca, de celebrar estos señalados días, resulte más atractiva y divertida, sobre todo para los niños, que el ambiente serio, silencioso y cargado de miedo por su invocación permanente a la muerte, con el que lo vivíamos entonces. Pero, créanme si les digo que cada vez que llegan estas fechas y observo el panorama, una profunda nostalgia me acongoja y hace temblar mi corazón.
L. Bento
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