Lunes, 29 de Septiembre de 2025

Leoncio Bento Bravo
Domingo, 11 de Mayo de 2025

Longevidad

Como tengo por costumbre desde hace varios años, he pasado los días de asueto de la reciente Semana Santa, junto con la familia, a orillas del mar Cantábrico. Para ser más exacto, en el municipio de Fuenterrabía u Hondarribia, como le denominan la mayoría de los practicantes del euskera desde que se hizo oficial el idioma en la comunidad autónoma vasca.

 

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Leoncio Bento Bravo

 

El lugar puede presumir de un impacto paisajístico más que notable, cargado de costumbres y tradiciones ancestrales muy relacionadas con el mar, al igual que de una gastronomía de primer nivel realmente envidiable. Además, a esas cualidades positivas se suma la cercanía a los gabachos, de la que solo les separa la desembocadura del río Bidasoa, lo cual añade un plus de diversión a los venidos de afuera, pues solo con atravesar la amplia ría en un pequeño transbordador pueden disfrutar de una excursión inolvidable a la vecina Francia. Sin embargo, posee una característica, no precisamente positiva, que lo define y que, a mi modo de ver, creo que no es merecedora de despertar la envidia de los muchos foráneos que la visitan. Se trata de la lluvia. Es habitual que caiga por estas fechas, pero es que este año lo hizo de forma exagerada. Ello nos obligó a permanecer gran parte de la estancia resguardados en casa, lo que condujo a un disfrute mayor de la convivencia familiar, a conversar y leer más, a sacar el parchís del armario… En definitiva, a pasar unos días rememorando vivencias del pasado, algo bastante alejado de la moderna costumbre de viajar sí o sí, que poco a poco se va imponiendo, a pesar de los inconvenientes de los aeropuertos, trenes o atascos, como si fuera una especie de mandato de no se sabe quién.

 

        Llegados a este punto, me imagino que los lectores estarán sorprendidos y se preguntarán, sin duda, qué relación hay entre el enunciado del artículo y el exordio que acabo de exponer. Pues, también para mi sorpresa, por supuesto, que la hay. Trataré de explicarlo.

 

        A primera hora de la mañana del Domingo de Resurrección, llegó a mis manos uno de los diarios de la región, que incluía un apartado titulado “maneras de vivir”, en cuyo interior había un extenso capítulo sobre las claves de la longevidad. No es que me llamara demasiado la atención el tema, puesto que es muy amplia la información que sobre el mismo aparece con frecuencia en los diferentes medios de comunicación. Pero por el hecho de que ya voy cumpliendo años y por la persistente lluvia de ese día que me impedía salir a hacer un poco de ejercicio para matar de alguna manera la mañana, me puse a leerlo con detenimiento a ver si descubría algo que yo no conociera sobre el controvertido tema del envejecimiento y la longevidad.

 

        Hasta ese día, mi conocimiento sobre la materia se basaba en la importancia que tiene para prolongar la vida la genética, los factores ambientales, una dieta sana, el ejercicio físico moderado, las relaciones humanas familiares y amistosas positivas, el trabajo sin estrés, un buen dormir y eludir la soledad negativa. Lo que no sabía y lo descubrí aquí, es la enorme influencia que ejerce el manejo de las palabras en la prolongación de los años. Un interesante estudio de la Universidad de Ginebra, avalado por expertos de otras universidades europeas y americanas, ha conseguido demostrar estadísticamente, la existencia de una relación directa entre la estimulación cognitiva de forma regular, a través del uso de la palabra, y el ir sumando años con una buena salud física y mental. O lo que es lo mismo, practicar ejercicios para activar la memoria a largo plazo, la adquisición de un mayor vocabulario a través de la lectura y ejercitarlo con fluidez, y aumentar el tiempo de conversación real entre personas, sin que todo ello se vea influenciado por la televisión, los ordenadores, las tablets o los móviles.

 

        No hay que ser un lince, para darse cuenta de que estos dispositivos tecnológicos nos están absorbiendo, cada vez más, la mayor parte de nuestro tiempo libre desde muy temprana edad. En el seno de la familia, en las salas de espera de cualquier entidad pública o privada, en las calles y plazas, en los medios de transportes, en las reuniones con amigos y en un sinfín más de diferentes aspectos de nuestra cotidianidad, no paramos de ver gentes de todas las edades ensimismadas en una pelea constante con el aparato, en el más absoluto silencio. Pero es que, además, nos están robando también la posibilidad de reflexionar, de conversar, de ejercitar la memoria, y todo sin que apenas nos demos cuenta de lo negativo del hecho para la salud actual y futura.

 

        Todo ello nos lleva a pensar en la necesidad de revalorizar el modo de vivir a la vieja usanza. Recuperar el vituperado concepto de la familia con sus interminables tertulias y eliminar la charlatanería fácil, que nada aporta, y sustituirla por conversaciones positivas con las personas de nuestro entorno cercano, por supuesto, no exentas de gracia y buen sentido del humor, son objetivos prioritarios a conseguir. La vorágine digital que nos invade, es evidente que ha aportado avances importantes a los tiempos actuales, pero es imprescindible extraer de la misma la parte negativa que lleva consigo por su demasiado uso. Una prolongación de la vida con calidad física y mental, merece este esfuerzo. La pregunta es quién le pone el cascabel al gato para frenar este desvarío: el gobierno, el sistema educativo o nosotros mismos. Ahí lo dejo.

 

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