Domingo, 14 de Diciembre de 2025

Pedro de Agulo
Domingo, 26 de Octubre de 2025

El Viajero y los Ecos del Valle - Capítulo IV

Después de un sueño plácido, arrullado por las olas del mar que danzaban entre los prismas del Pescante y el Peñón, el viajero despertó con la primera luz del día. El Atlántico respiraba calma, y una brisa suave acariciaba su rostro como si el mar le dijera adiós.


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Pedro M. Cruz Vera

 

Se incorporó lentamente, se ajustó la mochila y, con paso tranquilo, emprendió su ruta hacia el interior del Valle de Hermigua. El paisaje se abría ante él como un tapiz de verdes intensos y barrancos profundos que narraban su propia historia. Con la mirada fija en Llano Campos y Las Nuevitas, comenzó a subir por la carretera serpenteante.


Al llegar a la Iglesia de La Encarnación, el viajero se detuvo. No era necesario ser católico para admirar la fe y el arte que dormían entre sus muros. Entró en silencio, con el respeto de quien sabe que los templos son refugio del alma, sin importar la creencia. Miró los detalles, los colores, las imágenes, y pensó en todas las generaciones que allí habían buscado consuelo y esperanza.


Salió de la iglesia con una sensación de serenidad. Continuó su marcha, y al pasar frente al Bar El Vasco, decidió entrar. Compró una botella de agua y un jugo, agradeció al camarero y, con su espíritu refrescado, siguió su camino hacia la Plaza de Santo Domingo.


Allí el tiempo parecía haberse detenido. El viajero merodeó el lugar, observando las fachadas antiguas, el aire tranquilo del valle, los sonidos suaves de una mañana gomera. Enseguida, algo captó su atención: la Iglesia del Convento de Santo Domingo. Sintió una atracción profunda, casi espiritual, y decidió entrar.


En el interior, la luz se filtraba entre las ventanas altas, y el silencio tenía un eco sagrado. Se encontraba ante uno de los patrimonios culturales más antiguos e importantes de Hermigua, erigido en el año 1611. Las paredes, los retablos, los arcos y las columnas hablaban de fe, arte y perseverancia.


El viajero, maravillado, se preguntaba cómo, en aquellos tiempos, manos humanas habían sido capaces de levantar tanta belleza en medio de un valle. Era como si las piedras mismas guardaran la voz de los antiguos canteros, de los monjes, de los gomeros que un día soñaron con dejar una huella eterna.


Al salir del convento, se cruzó con una señora mayor que caminaba con paso lento, pero firme, sosteniendo una bolsa de pan recién hecho. El viajero, con su natural cortesía, la saludó:


—Buena señora, ¿usted es de aquí?


—Uyy..De toda la vida, hijo —respondió ella con una sonrisa tibia.


—Quisiera ir hacia la zona de Chipude, ¿por dónde debo ir?


La mujer se detuvo un momento, lo miró con bondad y dijo:


—Uyyy, Chipude


 ese es un camino bonito, pero largo. Siga carretera arriba hasta el barranco del Cedro, y allí encontrará la senda que sube hacia el corazón de la isla. No se apure, que los caminos de La Gomera no se caminan con los pies, sino con el alma.
El viajero sonrió, agradecido por la indicación y por la sabiduría de aquella frase que se le quedó grabada en el corazón. Miró una vez más hacia el convento, hacia el valle verde que lo rodeaba, y continuó su viaje, sabiendo que cada paso era una historia, y cada historia, una enseñanza.


El viajero siguió carretera arriba, recordando las palabras de la señora:
—Camino largo...


Y pensó para sí: “Pues será mejor hacer dedo, que las piernas ya van pidiendo descanso.”


Miraba pasar los coches y sonreía con un toque de nostalgia:
—Ya no paran como antes


 —se dijo—. En otros tiempos todos se ofrecían a llevarte.


Al cruzar por encima de la presa, vio subir un furgón de reparto y, sin pensarlo dos veces, levantó la mano.


El conductor detuvo el vehículo y le preguntó:


—¿Hacia dónde va? Para la Villa no voy.


—¿Y dónde queda la Villa? —preguntó el viajero.


—¡Hombre, la Villa es San Sebastián! —respondió el chófer riendo.


—Ahhh


 —dijo el viajero—. No, no, yo voy para Chipude.


El conductor, un hombre de sonrisa franca, le respondió:


—Pues mire, yo voy hasta Igualero, y Chipude lo tiene medianamente cerca.


—Si puedo ir con usted, se lo agradezco —dijo el viajero con rostro cansado, pero agradecido.


—Suba, suba usted —le respondió el conductor—. Me llamo Jonay.
El viajero subió al furgón y miró sus pies con alivio. Estaba acostumbrado a caminar, pero aquel descanso era un regalo. Subieron por el Rejo y en el trayecto fueron conversando. Jonay, curioso, le preguntó su nombre, y el viajero se lo dijo amablemente.


Entonces Jonay sonrió y le contó de dónde provenía el suyo. Con voz viva, comenzó a relatarle la leyenda de Garajonay, aquella historia de amor eterno entre Gara, la princesa gomera, y Jonay, el joven tinerfeño, que sellaron su amor en las alturas del monte sagrado.


El tiempo pasó volando entre palabras y risas, y cuando llegaron a Igualero, Jonay todavía seguía “dale que dale” con sus relatos. Detuvo el furgón en el mirador y le señaló el horizonte:


—Ahí tiene usted La Fortaleza de Chipude, y más adelante, su pueblo.
El Viajero y la Voz del Silbo

 

—¡Uy! —exclamó—. Se me olvidaba. ¿Ve ese monumento ahí? Es el Monumento al Silbo Gomero.


El viajero, curioso, preguntó:


—He oído algo, pero
 ¿qué es eso del Silbo Gomero?

Jonay, con guasa y confianza, le respondió:


—¡Eso, amigo mío, es el wasap de los gomeros! —y soltó una carcajada.
Se despidieron con un apretón de manos, y el viajero continuó a pie hacia el monumento, aún con cara de pregunta.


—¿Wasap? ¿Qué quiso decir Jonay? —murmuraba con una sonrisa..
Al llegar al monumento, comenzó a observarlo detenidamente. El sol se filtraba entre los brazos metálicos del Árbol del Silbo, y sus destellos le deslumbraban la vista. De pronto, oyó un silbo lejano, un eco antiguo que erizaba la piel y le estremecía el alma.
Entonces, como si el viento hablara en verso, escuchó una voz profunda y serena:


—Hola, viajero. Está usted oyendo el eco de la historia
 Está escuchando la llamada de nuestras raíces.
El viajero miró alrededor, pero no vio a nadie. La voz continuó:


—Se lo digo yo, Fernando Padilla Trujillo. Este monumento representa nuestro patrimonio, que no se ha apagado porque mi lucha y mis años de compromiso con la cultura gomera quedaron reflejados aquí. Un día lo propuse, que el monumento fuera un cabrero que silbaba, aunque no llegué a verlo terminado
 En 1982 crucé las fronteras de esta vida, pero no importa que monumento  lo represente, mientras el silbo siga vivo.


El viento sopló con fuerza y la voz prosiguió:


—Hace años el silbo se apagaba, y por eso escribí una poesía que llamé “Un silbonadie contesta.”Era mi desesperación, mi canto en poesía, mi dolor a que el silbo no fuera olvido. Pero en las cumbres de La Gomera sigue resonando hoy.  
En Las Rosas, ponía a los niños desde la carretera hasta la tienda de Adrián Santos a practicar el silbo. Todos los días les daba un bocadillo de chorizo perro. Dos de esos niños viajaron más tarde por muchos lugares de la Península conmigo y llevaron elSilbo fuera de La Gomera
 Tal vez  ya no se acuerden de mí, pero si hay uno que lo haga no estaré  muerto del todo.


El viajero escuchaba conmovido.


—Si se acerca a Chipude —añadió la voz— pregunte por el maestro Isidro Ortiz. Él continuó mi lucha, llevando el silbo a los colegios de la isla. Hombre sabio, del que aprenderá mucho.


El viento se tornó más suave, y de nuevo se oyó el eco del Silbo Gomero, vibrando en el aire como una cascada de notas antiguas. El viajero, emocionado, pensó:
—¿Qué me estará diciendo ese wasap gomero?


Cuando llegó a Chipude, el día ya moría y la bruma cubría todo el valle. Entró al Restaurante Sonia y pidió algo de comer. No podía faltar el buen almogrote de queso gomero.


Le preguntó a la señora si tenía un lugar para dormir aquella noche.


—Sí, señor, tenemos habitación —respondió con amabilidad.


Allí descansó. A la mañana siguiente, renovado, preguntó por D. Isidro Ortiz, y el camarero le explicó cómo llegar a su casa:


—Es bien cerca. Siga por esta calle y doble a la izquierda. No tiene pérdida.
El viajero llegó, llamó a la puerta, y una voz desde dentro le dijo:


—¿Quién me llama?


—Perdone que le moleste, D. Isidro —respondió el viajero—, pero Fernando Padilla me dijo que preguntara por usted.
D. Isidro, sorprendido, se acercó a la reja y replicó con asombro:


—¿Fernando Padilla? Pero si D.Fernando murió hace años...
El viajero asintió con respeto:


—Sí, lo sé. Pero algo me ha pasado y quiero contárselo.
D. Isidro, hombre abierto y de noble corazón, lo invitó:


—Pase, amigo. Charlamos un rato.
El viajero entró, y entre vasitos de vino y palabras sinceras, pasó la mañana escuchando historias del maestro.


A mediodía, ambos bajaron al Restaurante Sonia para almorzar. El viajero, agradecido, le dijo con emoción:


—D.  Isidro, usted es una enciclopedia de la cultura gomera. Gracias por este momento que me ha regalado y por recordarme que el Silbo Gomero es Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad.


Sonriendo, añadió:


—Ya lo siento mío
 porque es del mundo.

 

Moraleja:


– El respeto por la historia y la fe nos enseña que la belleza no solo se construye con manos, sino con el alma que las guía


– La voz del pasado no se apaga mientras alguien la escuche. En cada eco del silbo vive la identidad de un pueblo y el alma de quienes nunca dejaron de amar su tierra.

 

Pedro M. Cruz Vera
   Pedro de Agulo

 

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