Navidad
Desde épocas remotas, el estudio de la dimensión del tiempo por grandes filósofos y científicos de la historia de la humanidad ha sido una constante tarea. Aun así, hoy en día, la percepción del paso del tiempo sigue siendo un misterioso enigma para el ser humano. Y no me estoy refiriendo al tiempo cronológico, un dato numérico fácilmente medible con la diversidad de medios técnicos a nuestro alcance y que es el mismo para todos. Me refiero, más bien, a la interpretación de la parte subjetiva del tiempo, a esa parte que cada mente humana, según las circunstancias personales que le atañen, procesa de diferente manera.
![[Img #101872]](https://gomeraverde.es/upload/images/12_2025/1305_leoncio-bento-480x.jpg)
Leoncio Bento Bravo
Frases como el tiempo pasa volando o parece que fue ayer son bastante habituales en las conversaciones del día a día en los que vamos camino de la vejez. En este colectivo, cada año que pasa les acerca más al final de la vida y es esta circunstancia, sumada a la lenta instauración de un modelo de vida rutinario con pocas novedades que destacar, salvo los permanentes recuerdos, la que, posiblemente, define la sensación subjetiva de que los acontecimientos transcurren a más velocidad. No sucede lo mismo en los niños, adolescentes o adultos jóvenes, edades en las que el cerebro está repleto de experiencias nuevas, con el deseo exacerbado de que el reloj corra deprisa para alcanzar cuanto antes los muchos sueños que burbujean en sus atiborradas mentes. Fechas tan señaladas como la llegada del cumpleaños, vacaciones, conclusión de los estudios, consecución de un puesto de trabajo y la consiguiente independencia, fiestas patronales, el primer amor, el primer beso o las entrañables fiestas navideñas son, entre otros, eventos que se esperan con ansiedad en estas etapas. Esto hace que los días, semanas, meses y años se les hagan siempre más largos, al comprobar cómo el binomio sueños y realidades nunca se corresponden, lo cual se traduce, inevitablemente, en una percepción plausible de lentitud.
Bien, pues a renglón seguido de esta disquisición un tanto filosófica que acabo de exponer, la realidad es que ya estamos de nuevo en las puertas de la Navidad y a mí, que pertenezco al grupo de los que vamos camino de la senectud, la verdad es que el año se me ha pasado en un ver y no ver. No es discutible afirmar que las fiestas navideñas son una de las fechas importantes del calendario, si no la que más, para la gran mayoría de los mortales y de manera especial para la numerosa población cristiana que habita el ancho mundo. Es, por antonomasia, el periodo donde la familia desempeña su papel más transcendental y representativo en el entramado social, da igual la raza a la que se pertenezca o el lugar donde se ubique. Es, así mismo, una efeméride de alegría compartida que nos ayuda a cargar las pilas del espíritu y a estrechar los lazos de una convivencia pacífica que, sin duda, supondrá una inyección moral para sortear los diversos obstáculos que, queramos o no, salpican siempre la futura trayectoria vital que tenemos por delante. Ahora bien, tampoco es discutible que, con el paso del tiempo, las fiestas navideñas han ido perdiendo la raigambre humanística que las caracterizaba para, poco a poco, convertirse en una exaltación pura y dura de un materialismo competitivo que lo emborrona todo. Es posible que el bombardeo permanente de los medios audiovisuales, con sus apabullantes e influyentes campañas de publicidad, sea el mayor responsable de esta situación. Pero, es indudable que en las manos de todos está el hacer compatible lo bueno del pasado transmitido por nuestros ancestros y las modernidades de este presente un tanto alocado que nos está tocando vivir. La policromía del paisaje urbano sobrecargado de luces de distintos colores, el disfrute gastronómico, las repetitivas anécdotas en torno a la mesa familiar, el Árbol de Navidad y el intercambio de regalos, y los shows televisivos de fondo, se pueden conjugar, perfectamente, con los villancicos, el acercamiento a las raíces cristianas con la presencia del Niño Jesús en el Portal de Belén, los mensajes de paz, la solidaridad con el mundo necesitado y, por supuesto, con el recuerdo emocionado a los que ya no están presentes.
Esforzarse al máximo para encontrar el mayor equilibrio posible entre una cosa y la otra es el verdadero camino a seguir para disfrutar de unas fiestas donde el verbo compartir adquiere su mayor relevancia. Compartir tiempo, recuerdos y cariño con los tuyos, con los cercanos, y con los que están más lejos a través de una llamada o un simple WhatsApp es, diría yo, el núcleo esencial para disfrutar de unas fiestas tranquilas y felices. Las mismas que yo deseo de corazón a todos los lectores de este medio de comunicación.
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Leoncio Bento Bravo
Frases como el tiempo pasa volando o parece que fue ayer son bastante habituales en las conversaciones del día a día en los que vamos camino de la vejez. En este colectivo, cada año que pasa les acerca más al final de la vida y es esta circunstancia, sumada a la lenta instauración de un modelo de vida rutinario con pocas novedades que destacar, salvo los permanentes recuerdos, la que, posiblemente, define la sensación subjetiva de que los acontecimientos transcurren a más velocidad. No sucede lo mismo en los niños, adolescentes o adultos jóvenes, edades en las que el cerebro está repleto de experiencias nuevas, con el deseo exacerbado de que el reloj corra deprisa para alcanzar cuanto antes los muchos sueños que burbujean en sus atiborradas mentes. Fechas tan señaladas como la llegada del cumpleaños, vacaciones, conclusión de los estudios, consecución de un puesto de trabajo y la consiguiente independencia, fiestas patronales, el primer amor, el primer beso o las entrañables fiestas navideñas son, entre otros, eventos que se esperan con ansiedad en estas etapas. Esto hace que los días, semanas, meses y años se les hagan siempre más largos, al comprobar cómo el binomio sueños y realidades nunca se corresponden, lo cual se traduce, inevitablemente, en una percepción plausible de lentitud.
Bien, pues a renglón seguido de esta disquisición un tanto filosófica que acabo de exponer, la realidad es que ya estamos de nuevo en las puertas de la Navidad y a mí, que pertenezco al grupo de los que vamos camino de la senectud, la verdad es que el año se me ha pasado en un ver y no ver. No es discutible afirmar que las fiestas navideñas son una de las fechas importantes del calendario, si no la que más, para la gran mayoría de los mortales y de manera especial para la numerosa población cristiana que habita el ancho mundo. Es, por antonomasia, el periodo donde la familia desempeña su papel más transcendental y representativo en el entramado social, da igual la raza a la que se pertenezca o el lugar donde se ubique. Es, así mismo, una efeméride de alegría compartida que nos ayuda a cargar las pilas del espíritu y a estrechar los lazos de una convivencia pacífica que, sin duda, supondrá una inyección moral para sortear los diversos obstáculos que, queramos o no, salpican siempre la futura trayectoria vital que tenemos por delante. Ahora bien, tampoco es discutible que, con el paso del tiempo, las fiestas navideñas han ido perdiendo la raigambre humanística que las caracterizaba para, poco a poco, convertirse en una exaltación pura y dura de un materialismo competitivo que lo emborrona todo. Es posible que el bombardeo permanente de los medios audiovisuales, con sus apabullantes e influyentes campañas de publicidad, sea el mayor responsable de esta situación. Pero, es indudable que en las manos de todos está el hacer compatible lo bueno del pasado transmitido por nuestros ancestros y las modernidades de este presente un tanto alocado que nos está tocando vivir. La policromía del paisaje urbano sobrecargado de luces de distintos colores, el disfrute gastronómico, las repetitivas anécdotas en torno a la mesa familiar, el Árbol de Navidad y el intercambio de regalos, y los shows televisivos de fondo, se pueden conjugar, perfectamente, con los villancicos, el acercamiento a las raíces cristianas con la presencia del Niño Jesús en el Portal de Belén, los mensajes de paz, la solidaridad con el mundo necesitado y, por supuesto, con el recuerdo emocionado a los que ya no están presentes.
Esforzarse al máximo para encontrar el mayor equilibrio posible entre una cosa y la otra es el verdadero camino a seguir para disfrutar de unas fiestas donde el verbo compartir adquiere su mayor relevancia. Compartir tiempo, recuerdos y cariño con los tuyos, con los cercanos, y con los que están más lejos a través de una llamada o un simple WhatsApp es, diría yo, el núcleo esencial para disfrutar de unas fiestas tranquilas y felices. Las mismas que yo deseo de corazón a todos los lectores de este medio de comunicación.








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